Edna Jaime
Nuestra maquinaria gubernamental tiene la peculiar capacidad de tragarse el dinero dejándonos muy poco a cambio. Pocos son los programas o las políticas públicas que tienen una efectividad probada. De hecho, sabemos muy poco sobre los resultados de los innumerables programas públicos que se financian con nuestros recursos. Incipiente ha sido el esfuerzo de evaluación y muy poco publicitados sus resultados.
A decir por resultados agregados en aquellos ámbitos que son paradigmáticos de la actividad gubernamental: seguridad, educación, infraestructura, recibimos bienes públicos de tan mala calidad sólo comparables con los de países todavía más atrasados que el nuestro.
Nuestro gobierno es una máquina que consume, pero no produce, que sirve a intereses creados de la más diversa índole, pero no al ciudadano de a pie, que está acorralado por el crimen organizado y la delincuencia común sin capacidad de respuesta eficaz; vaya, un gobierno que no alcanza siquiera para sentar un piso parejo de oportunidades para sus habitantes, una de las responsabilidades más caras de cualquier gobierno que se respete. La respuesta de políticos en las diversas instancias del poder siempre es la misma: hace falta más.
Imperceptible quizá para la mayoría de nosotros, pero el país transitó por un segundo boom petrolero que empieza a fenecer. Los precios comienzan una trayectoria de descenso y, más preocupante, nuestra plataforma de producción se ha comenzado a encoger. No se trata de alarmar con escenarios catastróficos, propios de aquellos que ven al fin del mundo acercarse, sino de una cruda realidad que amenaza con alcanzarnos. El sentido común dice que las épocas de bonanza deben servir para enfrentar las de infortunio.
La fugaz bonanza sirvió para agravar una estructura de gasto improductiva, para alimentar a las clientelas y corporaciones de siempre, para mantener privilegios de las minorías intensas que siempre pueden más que las mayorías silenciosas. No invertimos hoy para generar riqueza mañana. Gastamos más para dejar endeudadas a las generaciones que nos sucedan. Algo estamos haciendo muy mal.
A la bonanza petrolera de los 70, hay que recordar, le siguió una crisis de profundidad inusitada. No sólo destruimos la riqueza generada, sino que nos montamos sobre el petróleo para apalancar una deuda pública que tomó años reestructurar con un elevado costo social.
En aquel entonces, la arena institucional en la que se decidía y estructuraba el presupuesto estaba dominada por el presidente. El era el amo y señor del ejercicio presupuestal. Evidentemente enfrentaba restricciones, las mismas que le dotaban de mando: recursos para comprar disciplina, para mantener a raya a los líderes de las corporaciones, para aceitar la maquinaria, acallar disidencias, movilizar el voto en época electoral y comprar legitimidad. También fueron aquellos años de proyectos faraónicos en los que la decisión burocrática se imponía sobre cualquier criterio de rentabilidad fuera ésta económica o social. Sólo la virtual bancarrota sirvió de límite a esa magnanimidad.
Hoy, muy atrás quedaron esos espacios de dominio unipersonal. Priva una distribución de poder radicalmente distinta, mucho más fragmentada y plural, que no sólo tiene proyección en la legislatura sino también en los tres niveles de gobierno. Paradójicamente, los resultados siguen siendo deplorables. Padecimos tanto la arbitrariedad del poder sin límites, como hoy lamentamos la pluralidad sin instituciones y reglas adecuadas.
En pocos espacios como en el presupuestal, esta diversidad de posturas, esa pluralidad de intereses se confronta pero también se acomoda. El problema es que los resultados de esos intercambios, de ese toma y daca entre políticos, no está poniendo el dinero donde más beneficios colectivos generaría.
El dinero se asigna en una gran proporción para beneficio de personas, burocracias, grupos o partidos (en lo que se denomina gasto corriente) no a los proyectos de mayor impacto social, ni a la inversión con potencial de generar crecimiento.
Las reglas o instituciones del proceso presupuestal, las que lo estructuran y asignan, las que monitorean y fiscalizan el gasto, las que evalúan los programa, no generan los incentivos correctos ni establecen los correctivos necesarios par que los dineros no acaben en las manos equivocadas.
Sólo así se explica que hayamos dejado pasar este segundo boom petrolero sin crear las fuentes de riqueza para el mañana, sin crear reservas para las contingencias futuras, sin invertir en activos físicos y humanos y en servicios y bienes públicos de calidad.
Hubo más dinero, pero eso no se tradujo en mejores políticas públicas. De los 20 mil pesos per cápita que el gobierno gastará el próximo año -alrededor de 100 mil pesos por familia considerando que ese el promedio de miembros en una típica familia mexicana- cuánto le gusta que le regresará en bienes de calidad. El gobierno mexicano deglute, no provee.
Directora del Centro de Investigación para el Desarrollo A.C. (CIDAC)