miércoles, febrero 21, 2007

Izquierda y revolución en América Latina

José Steinsleger


Con el invaluable (y poco agradecido) heroísmo y poder de distracción de la lucha antimperialista en Medio Oriente y Asia central, América Latina se halla en situación similar a la del decenio de 1940, cuando una serie de revoluciones populares y gobiernos progresistas retomaron la ofensiva en pos de su liberación nacional y social efectivas.

La solidaridad y cooperación de Cuba y Venezuela en la acción, la comprensión de lo que está en juego en los procesos políticos de Bolivia, Ecuador y Nicaragua, y el hecho de que el imperio no diga la última palabra en Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay revelan un mapa de tendencias mucho más promisorias que el amargo desenlace de la independencia de Haití en 1804, y el fin de la Gran Colombia en 1830.

La energía poderosa (nunca mejor dicho) brotada de las entrañas geológicas y populares de Venezuela impidió que en Cuba se cumpliesen los aciagos pronósticos de Fidel Castro al inicio del decenio pasado. No. Cuba ya no se hundiría en el mar ni sus hijos caerían luchando como aquel puñado de españoles que en Numancia resistieron a las legiones de Escipión, El Africano. Proceso que en sus inicios fue doloroso (masacre de Caracas, febrero de 1989) y que al continuar tuvo dos expresiones promisorias: el alzamiento del movimiento revolucionario bolivariano (4 de febrero de 1992) y el de los pueblos antiguos de Chiapas que cuestionaban la desaparición de México como país soberano (primero de enero de 1994). Sincronías de la historia: nuevamente, y como en 1810, México y Venezuela a la vanguardia de la luchas populares.

En páramos y valles, en urbes y florestas, en litorales y desiertos, los pueblos de la América triétnica retoman sus banderas, alzándose y movilizándose con mayor y menor suerte en particularísimas formas de lucha. Y esta vez será para siempre o para nunca. Pero cuidado... que ya el poeta dijo "nunca digas nunca".

Hugo Chávez empezó "por arriba" una revolución que se hizo cargo del clamor "de los de abajo" y el subcomandante Marcos anunció el inicio de una revolución "con los de abajo", fustigando el poder de "los de arriba". Arriba, abajo... Pero entre la una y la otra un denominador común: el énfasis en la ética y la moral revolucionarias, y la ausencia de sangre y violencia para cumplir con sus objetivos.

¿Cuán distintas son ambas? ¿Realmente lo son? Las plomizas, esquemáticas y floridas concepciones ideológico-patrimonialistas de las izquierdas impolutas se toman su tiempo. ¿Boliviarianos y zapatistas responden a los intereses inmediatos y los históricos de sus pueblos? ¿Qué tipo de socialismo proponen? ¿Son Marcos y Chávez líderes natos de la conciencia nacional y antimperialista de México y Venezuela?

Los escritos de Noam Chosmky, Inmmanuel Wallerstein y Samir Amin ayudan... ¿mas despejan las dudas? ¿Y los de James Petras, espada flamígera de la revolución mundial, seran más lúcidos si duplica la extensión de los suyos explicando todo y nada a la vez? A las izquierdas impolutas hay que recordarles (es increíble cuán fácil se les olvida) que Bolívar y Martí fueron antes que Marx y Lenin, y que la emancipación de los indígenas y los negros no puede ser únicamente política en una civilización que reniega de sí misma traicionando los principios que enarbola.

Caracas oxigenó la utopía socialista continental. Sin embargo, resulta paradójico que desde mucho antes (y acaso por instinto de conservación o furtivos ataques de lucidez imperial), los yanquis tenían claro que Chávez no era un líder manipulable. Y así nació el Plan Colombia (extensión sudamericana del Puebla-Panamá), aprobado de extrema urgencia después del triunfo de Chávez, el 6 de diciembre de 1998.

Cuba y Venezuela son faro y ejemplo. Pero la manida "unidad" de la izquierda realmente política exige la cuidadosa revisión de las cuatro patas que sostienen la mesa.

1) Creer que la unidad es amontonamiento y seguidismo, y que la temperatura de la lucha de clases depende de los termostatos regulados por los intelectuales antimperialistas.

2) Conectar al debate cables de alto voltaje ideológico que a la postre se revelan inútiles para iluminar, en cualquier lugar y situación, los múltiples pormenores de una lucha común, pero multifacética.

3) Desestimar que en todo proceso de liberación las masas se rigen por agendas políticas nacionales, y que las opciones del Thermidor y de los Graco Babeuf son más inmortales que el conde Drácula.

4) Olvidar que el espíritu multilateral del Destino Manifiesto se corporiza vis a vis, bilateralmente, según el interés puntual de las corporaciones económicas estadunidenses.

Sin "los de abajo", la revolución se muere. Pero sin liderazgo real y efectivo, y sin el apoyo estratégico que el Estado pueda brindarle, la revolución también se muere. La reacción no distingue. "A los de arriba" los elimina por complicidad con los de abajo y "a los de abajo" los extermina sin piedad, por si las moscas.

Derecha y poder

Luis Linares Zapata


La ilegitimidad de Calderón influye de manera por demás curiosa en algunos intelectuales, críticos, difusores o académicos orgánicos o simpáticos al oficialismo. Estos se agrupan y coinciden en las argumentaciones alrededor de la prístina limpieza del pasado proceso electoral como si en ello se jugaran la propia identidad individual. Su apuesta de poder por la vertiente derechista que se afirma triunfadora no la pueden ocultar. La concordancia entre sus creencias más alebrestadas por la democracia y la continuidad de las instituciones pulula con insistencia en sus alegatos, pero no logran encubrir el simple rechazo visceral, o de cualquier otra especie inconfesable, hacia la persona de Andrés Manuel López Obrador y sus visiones de país.

La lucha denodada por el espacio público empezó desde que AMLO se perfiló como una opción real y avanzada para llegar a la Presidencia de la República. Desde entonces y por medio de todo un periodo de furiosos altercados y denuestos al por mayor en cuantos medios comunicativos están a su alcance (y que son numerosos) han continuado, de variadas y hasta insospechadas formas, su combate sin cuartel. Han levantado muros conceptuales de defensa para evitar ser contaminados por la opción de izquierda que AMLO enarbola. Han ideando atajos continuos para el ataque lateral a su honradez, a sus valores para detener el avance del proyecto de país que este personaje, un verdadero fenómeno sociológico de masas, ha venido representando para el grueso de la ciudadanía.

Los abajo firmantes predilectos de los grupos de poder que sostienen la transparencia, casi impoluta del proceso electoral pasado, no han cejado en su intentona por desprestigiarlo, de asegurar que se ha desfondado su movimiento.

El más reciente capítulo de la disputa por el oído popular lo integró el libro -para muchos un libelo- que se editó recientemente bajo la autoría de Carlos Tello Díaz. El punto medular de toda la argumentación estriba en tratar de demostrar que AMLO es un mentiroso compulsivo, un mal perdedor que engaña a sus seguidores.

Alega ese autor que, ante la debacle de su oferta, conocida y confesada por el mismo candidato y su grupo íntimo durante la noche del 2 de julio, AMLO se vio en la necesidad de inventar toda una cadena de falsedades a cual más justificadora de su fracaso en las urnas. El punto neurálgico de todo el alegato radica en la palabra "perdí" que se pronuncia al conocerse el contrario mandato de los mexicanos a sus deseos de ser presidente. Tan crucial aseveración la hace Tello de oídas, por conducto de terceras personas que no son reveladas por el autor. En cambio, la refutación de los testigos estelares del caso ha sido tajante y bien argumentada. El diferendo parece ser que ha sido zanjado no sólo con la veracidad suficiente, sino con bases metodológicas impecables, argüidas por José María Pérez Gay con la elegancia discursiva que le distingue.

Por coincidencias del destino con la disputa provocada por el libro de marras, el ex presidente Vicente Fox, ahora convertido en merolico de ocasión pagada para atolondrar incautos, hizo revelaciones que han sufrido, también, intentos de hacerlas pasar como inocuas, un exceso verbal adicional del locuaz, del frívolo personaje que es el guanajuatense de célebre rancho. Se llega hasta el extremo de negarle, al que fuera titular del Ejecutivo federal, la capacidad de influir, de condicionar, de desviar la voluntad de los votantes, tal como él mismo sugiere que hizo.

Es cierto, Fox es una persona grande y tonta, pero lo que no se apunta con la debida precisión, y hasta con sicológica certeza, es su íntima perversidad. Fox es, en efecto, un hombre con mala entraña, uno que pudo interpretar su papel a partir de malsanos impulsos de venganza, que actuó a la manera de una revancha ante la derrota que le causó el frustrado intento de sacar a AMLO de la contienda pasada. Lo que declaró Fox a la prensa en Washington después de su disertación alquilada, no fue dicho pasajero, una baladronada, algo impensado, sino un mensaje cuidadosamente meditado para hacer daño, envenenar aún más el ríspido ambiente poselectoral, para molestar al ofendido a quien le birló el triunfo usando para ello los múltiples y poderosos instrumentos a su alcance. Fox lo hizo, en especial, para enviar un mensaje de advertencia a Calderón y restregarle su debilidad de origen, las facturas pendientes que le tiene archivadas y para resguardarse, él mismo, de males que presiente venir.

Pero los que sostienen la limpieza y legalidad electoral poco han querido reparar en las palabras malditas que Fox lanzó al ruedo. Pretenden arrumbarlas junto al inmenso cúmulo de pruebas, directas e indirectas de la ilegalidad del proceso electoral. Tal como también tratan ahora de diluir las tardías revelaciones del gobernador de Coahuila a quien Fox le solicitó, en las mismas oficinas en Los Pinos, que fabricara culpables a modo para proteger a funcionarios torpes o empresarios voraces.

El proceso electoral, así trampeado por los poderosos, ha dado como resultado el desprestigio de las instituciones electorales del país, un presidente oficial, otro legítimo y una herida en el cuerpo social de la nación que está ahí y que, por la rampante impunidad que atosiga a la sociedad entera, se ensancha con el paso de los días.